Caperucita roja

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En un acogedor pueblo rodeado de vastos bosques, vivía una niña conocida por todos como Caperucita Roja. Su peculiar nombre se debía a una bonita capa con capucha que su abuela le había confeccionado y que llevaba siempre puesta. Era su prenda favorita.

Una soleada mañana, la madre de Caperucita la llamó a la cocina. Sobre la mesa había una cesta repleta de dulces y una jarra de zumo fresco. “Caperucita”, comenzó su madre con tono serio, “tu abuela no se encuentra bien y creo que estos manjares la animarán. Pero, hija, debes ir directamente a su casa. El bosque puede ser peligroso si te apartas del camino y te entretienes.”

Prometiendo hacerlo así, Caperucita tomó la cesta y se adentró en el bosque. El canto de los pájaros y el murmullo de las hojas la acompañaban. Sin embargo, la tranquilidad se vio interrumpida por un lobo de mirada astuta que apareció entre los árboles.

“¿A dónde te diriges, pequeña?”, preguntó con voz melosa. “A casa de mi abuela, vive al otro lado del bosque”, respondió Caperucita, olvidando las advertencias de su madre.

El lobo, ocultando su entusiasmo, sugirió: “Mientras vas, ¿por qué no recoges algunas flores? Seguro que a tu abuela le encantarían.”

Convencida por sus palabras, Caperucita empezó a recolectar flores. Mientras, el lobo se adelantó a la casa de la abuela. Al llegar, engañó a la anciana, la encerró en el armario y, disfrazándose con su camisón y gorro, se metió en la cama a esperar.

Al entrar en la casa de su abuela, Caperucita sintió que algo no estaba bien. La atmósfera era tensa y, aunque las cortinas estaban cerradas, pudo notar una forma extraña bajo las sábanas de la cama de su abuela.

Se acercó con cautela y dijo con voz temblorosa: “Abuelita, ¿eres tú?”

Desde la cama, el lobo, haciendo su mejor esfuerzo para imitar la voz de la anciana, respondió: “Sí, soy yo, querida. Acércate más.”

Sin embargo, Caperucita, observadora, notó varios detalles peculiares. “Abuelita, ¿por qué tienes la voz tan ronca?”, preguntó con curiosidad.

“Es solo un pequeño resfriado, cariño. Nada de lo que preocuparse”, susurró el lobo, intentando sonar convincente.

Caperucita, aún desconfiada, continuó: “Pero, abuelita, ¡qué ojos tan grandes tienes!”

“Son para verte mejor, mi dulce niña”, respondió el lobo, haciendo todo lo posible por no moverse y delatarse.

Aunque asustada, la curiosidad de Caperucita prevaleció: “Y esos orejones, abuelita… Nunca los había notado tan prominentes.”

El lobo, empezando a impacientarse pero manteniendo su fachada, dijo: “Son para oírte mejor, pequeña. Me gusta escuchar tus historias.”

Mirando más de cerca, Caperucita exclamó: “¡Abuelita! ¡Y esos dientes tan puntiagudos y grandes que tienes!”

Ese comentario desató la verdadera naturaleza del lobo. “¡Son para comerte mejor!”, gruñó, saltando de la cama, mostrando sus fauces y preparándose para atacar a la sorprendida niña.

Justo en ese momento crítico, la puerta se abrió de golpe. Un cazador que había oído los gritos de Caperucita entró en la habitación y, con valentía, ahuyentó al lobo.

Rescataron a la abuela del armario y, juntas, las tres figuras se abrazaron agradecidas. Caperucita, con lágrimas en los ojos, prometió nunca más desobedecer las advertencias de su madre.

A partir de aquel día, Caperucita Roja fue conocida no solo por su capa, sino también por su sabiduría y prudencia, y compartió su experiencia con todos los niños del pueblo para que supieran de los peligros de no escuchar a sus mayores.