La Bella durmiente

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En un reino lejano, el rey Fernando y la reina Isabel celebraron con júbilo el nacimiento de su hija, a quien llamaron Aurora. Para su bautizo, invitaron a todos los habitantes del reino, incluyendo a las hadas madrinas. Sin embargo, olvidaron invitar a Maléfica, el hada más poderosa y resentida del reino.

Durante la celebración, las hadas comenzaron a otorgarle dones a la pequeña Aurora.

“Luz”, dijo el primer hada, “que siempre irradies alegría y amor”. “Valentía”, deseó la segunda, “para enfrentar cualquier adversidad”.

Pero antes de que la tercera hada pudiera conceder su don, las puertas se abrieron de golpe. Era Maléfica, que, con una carcajada, exclamó: “Si no soy bienvenida en esta celebración, entonces dejaré mi propio ‘regalo’. Al cumplir los dieciséis años, Aurora se pinchará el dedo con un huso y caerá en un sueño eterno”. Dicho esto, desapareció en una nube de humo negro.

El reino quedó sumido en el miedo, pero la tercera hada, aún con su poder a disposición, dijo: “No puedo deshacer el hechizo, pero sí modificarlo. No será un sueño eterno, sino un profundo sueño del que solo podrá despertar con un beso de amor verdadero”.

A pesar del intento de consuelo, los reyes, desesperados por proteger a su hija, ordenaron destruir todos los husos del reino.

Los años pasaron y Aurora creció bajo el amor y cuidado de sus padres, ajenos a la maldición que pendía sobre ella. Sin embargo, en la víspera de su decimosexto cumpleaños, mientras exploraba un viejo torreón del castillo, Aurora encontró una habitación secreta donde una anciana hilaba con un huso.

“¿Qué es eso?”, preguntó la princesa, fascinada. “Es un huso, querida”, respondió la anciana, que en realidad era Maléfica disfrazada, “¿Quieres intentar?” Atraída como por un encanto, Aurora tocó el huso y, al instante, cayó en un sueño profundo. El hechizo de Maléfica se había cumplido.

El reino entero cayó en un sueño profundo junto con Aurora. La noticia del hechizo se esparció por reinos vecinos y muchos príncipes intentaron llegar al castillo, pero las espinas y malezas protegían el lugar.

Pasaron años, y el castillo de Aurora quedó oculto por una densa maraña de espinas. Muchos príncipes de tierras lejanas habían escuchado la historia de la bella durmiente y, movidos por la curiosidad y el deseo de heroísmo, intentaron atravesar las espinas, pero todos fallaron.

Sin embargo, un día, un joven príncipe llamado Felipe llegó a la región. Había crecido escuchando la historia de Aurora contada por su abuela, y sentía una extraña conexión con la princesa, como si su destino estuviera entrelazado con el de ella. Con determinación en su corazón y una espada mágica que pertenecía a su familia desde generaciones, decidió enfrentar las espinas.

Con cada paso que daba, las espinas parecían cobrar vida, intentando atraparlo, pero la valentía y el propósito firme de Felipe, junto con su espada, le permitieron abrirse paso. Luego de días de lucha y perseverancia, finalmente llegó al castillo.

Pero la prueba final estaba por venir. Maléfica, furiosa por la intrusión, se transformó en un poderoso y temible dragón, escupiendo fuego y con ojos que destilaban ira. Felipe, recordando las enseñanzas y entrenamientos de su juventud, enfrentó al dragón en un duelo épico, esquivando sus llamas y usando su espada con destreza. Tras una intensa batalla, con un último y valeroso esfuerzo, logró vencer a Maléfica.

Con el camino libre, Felipe llegó a la torre donde yacía Aurora. Al verla, algo en su corazón le confirmó que estaban destinados a encontrarse. Sin dudarlo, se inclinó y la besó. Con ese beso de amor verdadero, no solo despertó a Aurora, sino a todo el reino que había estado sumido en el sueño profundo.

El reino celebró con gran alegría el despertar de su princesa y el valor del príncipe Felipe. Ambos, habiendo encontrado el amor verdadero, vivieron felices por siempre.