La ratita presumida

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En el corazón de un pequeño y bullicioso pueblo, entre callejuelas empedradas y coloridas casas, vivía una ratita conocida por todos como la Ratita Presumida. Esta ratita tenía un singular encanto: amaba adornarse, mirarse al espejo y, sobre todo, pasear por el mercado mostrando sus atuendos.

Un luminoso día, mientras limpiaba su hogar, descubrió una moneda brillante bajo una vieja alfombra. Sus ojos brillaron de emoción ante el hallazgo. Pensativa, se preguntó qué podría hacer con esa moneda. Recordando las tiendas del mercado, tuvo una idea brillante.

Al siguiente amanecer, la ratita se dirigió al mercado. Después de mirar y comparar en diversos puestos, decidió comprarse un lacito rojo para adornar su coleta, un vestido de lunares y un par de zapatos relucientes que hacían “clac-clac” al caminar.

Feliz con sus compras, regresó a su hogar y se vistió con esmero. Mirándose al espejo, giró y sonrió, pensando en lo afortunada que era y lo mucho que llamaría la atención en el mercado.

Así, al día siguiente, con su nueva indumentaria, paseó mostrando su encanto. No tardaron en aparecer pretendientes. El primero en acercarse fue el gato, con su mirada astuta y elegante porte.

“Ratita, ratita”, maulló el gato, “eres la ratita más bonita. ¿Querrías casarte conmigo?”

La ratita se detuvo y, con una mirada inquisitiva, preguntó:

“Gatito, antes de responder, dime, ¿cómo ronroneas?”

El gato, encantado de demostrar, ronroneó fuerte y profundo.

Pero la ratita frunció el hocico y dijo:

“Ese ronroneo no es de mi agrado. No, no quiero casarme contigo.”

Siguió su camino, y no tardó en encontrarse con el gallo, de brillantes plumas y mirada orgullosa.

“Ratita, ratita”, cantó el gallo, “reluces como el oro al sol. ¿Querrías ser mi esposa?”

La ratita, curiosa, inquirió:

“Gallo, antes de dar respuesta, dime, ¿cómo cantas al amanecer?”

El gallo, inflando el pecho, emitió su más fuerte y vibrante “kikirikí”.

Pero la ratita, cubriéndose las orejas, exclamó:

“¡Oh, qué escándalo! No podría escuchar eso cada mañana. No, no quiero casarme contigo.”

Continuó su paseo, hasta que se cruzó con el perro, de pelaje lustroso y ojos brillantes.

“Ratita, ratita”, ladró el perro, “junto a ti, la vida sería un juego. ¿Te gustaría casarte conmigo?”

La ratita, riendo suavemente, preguntó:

“Perrito, antes de decidir, ¿podrías ladrar para mí?”

El perro, emocionado, ladró alegre y fuertemente.

Riendo, la ratita respondió:

“Aunque tu ladrido es alegre, no me imagino viviendo entre tantos sobresaltos. No, no quiero casarme contigo.”

Casi al final de su paseo, un tímido ratoncito se acercó a ella. Sin lujos ni grandes atributos, simplemente le dijo:

“Ratita, desde siempre te he admirado. Si consideraras darme una oportunidad, me gustaría pasar mi vida junto a ti.”

La ratita, conmovida por su sinceridad, le preguntó:

“Ratoncito, antes de decidir, ¿podrías cantar una canción para mí?”

El ratoncito, con voz dulce, cantó una melodía sencilla pero llena de sentimiento. La ratita, con lágrimas en los ojos, reconoció que a veces el verdadero valor no está en las apariencias, sino en el corazón.

“Ratoncito”, dijo, “me encantaría pasar mi vida a tu lado.”

Y así, en un pequeño y bullicioso pueblo, dos almas sinceras encontraron el amor verdadero, demostrando que las apariencias no son lo más importante.